Cuando la pubertad reabre las puertas de la sexualidad se inicia un camino de experimentación. En épocas anteriores a internet, chicas y chicos de todo el mundo buscaban como podían información que les diera una pauta acerca de ese misterio: ¿qué es hacerlo? Y, una vez conseguían alguna pista sobre el qué, aparecían más preguntas: ¿cómo se hace? ¿Hace daño? ¿Qué tengo que sentir? ¿Y si no me gusta? Y así, decenas de otras cuestiones.
La adolescencia, que muchas personas romantizan en la edad adulta, es una etapa de la vida preñada de dudas, dificultades e inseguridad. A las continuas comparaciones que acarrean tanta desdicha se suma el desconocimiento por lo que ya asoma la cabeza, el mundo adulto, mientras se realiza un penoso trabajo de duelo por la infancia abandonada. Y, mientras tanto, los reclamos de una sexualidad desatada se abren paso como pueden, casi siempre a trompicones, torpemente. Por eso se hace tan necesaria una guía, un modelo, un manual que explique cómo deberían ser las cosas. Y esa guía ya no pueden ser los modelos parentales.
Desde que internet se ha vuelto omnipresente en nuestras vidas, esa guía, ese modelo, ese manual que explica cómo deben ser las cosas en materia de sexualidad se llama pornografía. El porno, que lo ha invadido todo (la publicidad, la música pop, un mercado de consumo que apela a los cuerpos sexuados como escaparate para vender cualquier cosa), pasa por ser alfa y omega de la sexualidad. Dime cómo quieres gozar y te diré cómo hacerlo, parece ser la promesa. Y ahí van millones de adolescentes de todo el mundo, a mirar cómo se hace aquello que, de otra manera, tendrían que aprender con la educación y la práctica, aquello que implica la exploración, en descubrimiento, el conocimiento y el re-conocimiento de un cuerpo otro, de una realidad diversa, de una otredad inquietante a la vez que excitante. El porno te resuelve el problema, lo que también se traduce como el porno te responde las preguntas.
La mala noticia es que cuando nos quedamos sin preguntas el mundo acaba siendo como dicen que es quienes ofrecen las respuestas, quienes obturan nuevas preguntas, quienes boicotean cualquier afán de experimentación. Por eso la sexualidad es, hoy por hoy, equivalente a la pornografía. O, como mucho, algo de lo que entiende la sexología. Y el asunto se agrava cuando ya no son sólo las personas adolescentes quienes acuden a la pornografía como quienes consultaban al oráculo en Delfos, sino adultas que ya cuentan o sobrepasan con creces los cuarenta años, pero que, como aquellas púberes, creen que en las prácticas de esa industria se hallan las respuestas a sus anhelos.
Cada vez escuchamos más y más, en el marco de la consulta, malestares derivados de no poder lo que propone el porno. Personas adultas sufren y vivencian con preocupación ya no su inadaptación a los cánones estéticos de la industria cárnica de la pornografía, sino y sobre todo el no llegar a los estándares que dictan esos vídeos, que presentan un abanico de prácticas basadas en el falocentrismo y la explotación y maltrato de niñas y mujeres, del que también se derivan las consecuencias indeseadas del uso y abuso de esas prácticas (cosificación de los cuerpos incluido el propio, desafección en las relaciones sexuales, falta de deseo o bajón repentino durante el coito, etc.).
Pretender un sexo adolescente después de los 40 es una manera más de alineación del cuerpo propio y de las formas deseantes de la sexualidad no normativa. Creer que hay una manera de hacerlo es propio de los años en que buscábamos esa guía, esa respuesta que taponara la pregunta. Ser adolescente más allá de los 40, en cualquier aspecto, es sinónimo de falta de desarrollo cognitivo, la llave de acceso al desarrollo experiencial.
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