Una pareja acude a la escuela donde su hijo cursa los primeros años de aprendizaje reglado, a petición de la directora. Se reúnen con ella, con la maestra y con la psicóloga: resulta que el chico «no para quieto», no atiende en clase, parece distraído o aburrido con lo que se enseña, molesta a sus compañeros y sólo parece a gusto en los tiempos de recreo, cuando con frecuencia hace dos o tres actividades a la vez. La pareja admite que en casa el chico también «es muy movido», hasta el punto de que a veces, mientras hace los deberes, con un pie está jugando con la pelota y con una mano libre juguetea con cualquier objeto pequeño. La psicóloga, después de algunas pruebas protocolarias, sugiere que el chico tiene un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), y recomienda a los padres que visiten a un psiquiatra, porque con medicación el trastorno del chico puede remitir. El negocio del pastilleo ya no es exclusivo de las discotecas más hardcore: ahora sirve también para tranquilizar. ¿A los niños? No, sobre todo a maestros, directores, psicólogos y, cómo no, a padres y madres con pocas ganas de hacerse responsables de cómo educan a sus hijos. Porque, si mi hije está trastornade, ¿qué culpa tenemos nosotres? Y aquí acude la farmacopea en auxilio de la desresponsabilización.
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